¡Centrémonos, por favor!
"–Empecemos por el final –diría el señor Whittier.
Diría:
–Empecemos contando el final.
El sentido de la vida. Una teoría de campos unificada. La gran razón de todo.
Estamos todos sentados en la galería estilo mil y una noches, sentados con las piernas cruzadas
sobre los cojines de seda y los almohadones tachonados de manchas de moho. En sillas y sofás que
apestan a ropa sucia cuando uno se sienta en ellos y les saca el aire de dentro. Allí, bajo la cúpula
alta y llena de ecos, pintada de colores resplandecientes que nunca verán la luz del día y que nunca
palidecerán, entre las lámparas de metal que cuelgan, cada una con su bombilla roja o azul o
anaranjada brillando a través de la jaula de dibujos tallados en el metal, el señor Whittier está
sentado, comiendo algo desecado y crujiente a puñados de una bolsa de Mylar.
Como él diría:
–Desvelemos la gran sorpresa de una vez y acabemos con esto.
La Tierra, diría él, no es más que una gran máquina. Una gran planta procesadora. Una fábrica.
Esa es vuestra gran respuesta. La gran verdad.
Imaginaos un pulimentador de piedra, una de esas muelas, que gira y gira, que gira veinticuatro
horas al día y siete días a la semana, llena de agua y de rocas y de grava. Moliéndolo todo. Dando
vueltas y vueltas. Puliendo las feas piedras hasta convertirlas en piedras preciosas. Eso es la tierra.
Y la razón de que gire es que nosotros somos las piedras. Y lo que nos pasa a nosotros –el drama y
el dolor y el placer y la guerra y la enfermedad y la victoria y los malos tratos–, pues bueno, no es
más que el agua y la arena que nos erosionan. Que nos muelen. Que nos pulimentan hasta que
resplandecemos.
Eso es lo que diría el señor Whittier.
Brillante como el cristal, así es nuestro señor Whittier. Abrillantado por el dolor. Pulimentado y
resplandeciente.
Es por eso que nos encantan los conflictos, dice. Amamos odiar. Para detener una guerra, le
declaramos la guerra. Tenemos que aniquilar la pobreza. Tenemos que combatir el hambre.
Hacemos campaña y desafiamos y derrotamos y destruimos.
En tanto que seres humanos, nuestro primer mandamiento es:
Algo tiene que pasar.
El señor Whittier no tiene ni idea de cuánta razón tiene.
Cuanto más habla la señora Clark, más claro vemos que esto no puede ser la Villa Diodati. La
chavala que escribió Frankenstein era hija de dos escritores: profesores famosos por libros de gran
influencia en su tiempo como La justicia política y Reivindicación de los derechos de las mujeres.
Tenían gente famosa quedándose a dormir en su casa todo el tiempo.
Nosotros no somos ninguna reunión estival de cerebritos y ratas de biblioteca.
No, la mejor historia que sacaremos de este edificio es la historia de cómo sobreviviremos. De lo
loca que ha muerto la Dama Vagabunda en nuestros brazos desconsolados. Con todo, esa historia
tendría que bastar. Tendría que ser lo bastante emocionante. Dar el bastante miedo y resultar lo
bastante peligrosa. Tendremos que asegurarnos de todo eso.
El señor Whittier y la señora Clark están demasiado ocupados charloteando. Necesitamos que se
pongan duros con nosotros. Nuestra historia necesita que nos azoten y nos golpeen.
No que nos maten de aburrimiento.
–Todo llamamiento a la paz mundial –diría el señor Whittier– es mentira. Una mentira muy
bonita... nada más que otra excusa para luchar.
No, nos encanta la guerra.
La guerra. Las hambrunas. La peste. Nos llevan a la iluminación por la vía rápida.
–Intentar arreglar el mundo –suele decir el señor Whittier– es señal de un alma muy, muy joven.
Intentar salvar a cualquiera de la ración de tristeza que le pertoca.
Siempre nos ha encantado la guerra. Nacemos sabiendo que la guerra es la razón de que estemos
aquí. Y nos encanta la enfermedad. El cáncer. Nos encantan los terremotos. En este parque de atracciones que llamamos planeta Tierra, el señor Whittier dice que nos encantan los incendios
forestales. Los vertidos de petróleo. Los asesinos en serie.
Nos encantan los terroristas. Los secuestradores. Los dictadores. Los pederastas.
Joder, cómo nos gustan las noticias de la televisión. Las imágenes de gente haciendo cola al lado
de una fosa enorme y abierta, esperando a ser ejecutados por un nuevo pelotón de fusilamiento. Las
fotos en revistas satinadas de más gente normal y corriente hecha pedacitos sanguinolentos por un
suicida cargado de explosivos. Los boletines de la radio sobre choques múltiples en la autopista.
Los corrimientos de tierras. Los hundimientos de barcos.
Con las manos trémulas escribiendo un telegrama en el aire, el señor Whittier diría:
–Nos encanta que se estrellen aviones.
Nos encanta la polución. La lluvia ácida. El calentamiento global. El hambre."
Fantasmas, Chuck Palahniuk