lunes, 10 de agosto de 2009

Sana inocencia

Se decidió a buscar una hipoteca para comprarse ese lugar donde vivir que nuestras madres dicen que necesitamos y los políticos creen que podemos pagar.
Recorrió varias sucursales bancarias del barrio, sin éxito. No tenía ninguna noción de economía, y aquello de las TAEs, el euríbor y las variaciones de tipo le pillaba muy desarmado, así que tomó la determinación de tramitar su préstamo con la persona -no banco, que eso le daba igual- que le transmitiese sensación de honestidad y al que no pillara en un renuncio a lo largo de la charla; nada de gestos de superioridad u ostentación de los gemelos de la camisa, ni eso de dos mil euros de cuota y luego son dos mil quinientos, o a treinta años y luego te hace el cálculo con treinta y cinco. Sin saber nada de dinero ni de números, creyó que tales condiciones lo llevarían a una elección exitosa.
Seis meses se pasó preguntando, en bancos nacionales y extranjeros, de fachada triste o colorida, de nombre y vocación localista o internacional, anunciados en tv o no... Ni una en el clavo. Quien no le miraba como una presa, lo hacía como a un desgraciado sin posibles, y todos, todos, mentían al ofrecer lo que en el cálculo nunca cuadraba.
"Voy a cambiar de estrategia", pensó. "En vez de buscar un banco que me dé sensación de fiabilidad para pedirle dinero, propondré un trato de negocios a alguien en quien confíe. Amigos no me faltan... Y si no, hablaré con mis padres."
Habló con todos sus amigos sin conseguir poder plantear del todo el asunto antes de que le cortaran y cambiaran de tema. Desde entonces lo miraban como los directores de sucursal que se acariciban la corbata mientras tecleaban en el ordenador su nombre para ver si era solvente o no. Decírselo a su padre fue violento: "Quién presta dinero a un amigo pierde amigo y dinero", le contestó, "O hijo y dinero, que tanto monta".
Comprendió entonces que era de ilusos buscar un banquero afable: sólo te presta dinero quien te odia lo suficiente como para exigírtelo luego.

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