Por lo menos en Madrid. Vemos tanto gris, que nos deslumbra el blanco. Estamos tan inmersos en la saturación que el manto uniforme y liso nos arrebata. Estamos tan acostumbrados a que nadie sepa exactamente de dónde viene, que las huellas en la nieve nos parecen pruebas imborrables y sorprendentes de que hemos andado.
Lástima de nieve sucia a los bordes de las calzadas; lástima de nieve helada sobre los cartones que resguardan al indigente de los grandes almacenes. Lástima de copos que caigan sobre las barbas de los papanoeles de mentira, cansados y severos, agitando sin ganas campanillas de hojalata en la puerta de las tiendas.
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