jueves, 21 de octubre de 2010

Todos los días, un Cortázar, por lo menos

Yo, a veces, necesito un Cortázar. Para seguir tomándome en consideración como cronopio. Para entender un poco mejor el destino, el interior de las chisteras, las burlas de Dios.
Ayer tuve una buena excusa para volver a Cortázar después de un tiempo flotando entre famas que me hicieron olvidar mi propio fuego, que es como todos los fuegos, y que está escrito por la mano de Julio antes de que yo mismo supiera que vivía.
Fui al teatro Galileo, a ver Cronopios rotos, que dirige Sanchís Sinisterra, con su siempre cálida propuesta de alternativas que no agreden, que no ensucian, que no reducen sino que agrandan (difícil hoy, en que todo se simplifica y se empequeñece, se sintetiza y se recorta para adaptarlo al espectador) el valor de la idea primera, en este caso, del texto de dos cuentos de nuestro Julio, de nuestro Cortázar: Torito y Graffiti.
Me gustó, sobre todo, la labor de los actores, Mario Vedoya, pleno de matices, y Concha Milla, dominio absoluto del gesto y del movimiento. Sin academias. De verdad.
Un teatro pequeño, una escena sobria, el sonido de las campanas de la iglesia de al lado, una trama de línea recta, pura, a pesar de los quiebros y las elipsis del texto cortazariano, poca luz y mucha literatura... poco público (poco intelectualoide, poco despistado queriendo impresionar a su novia universitaria, pocos empujones a la salida...). Me gusta ir así así al teatro, pero no se dan habitualmente ocasiones como esta. Una noche acariciadora. Qué suerte.