sábado, 4 de junio de 2011

Libros sin portada

Como sabéis quienes seguís este blog, la feria del libro siempre me sugiere por esta época del año reflexiones a colación de la idea de literatura como mercancía.
Desde luego, es una reducción considerar que los libros son solo mercancía, pero igualmente resulta innegable que lo son. Mercado literario, mercadotecnia librera, libro-producto... son conceptos que me intrigan.
En esta ocasión me da por pensar en las portadas de los libros, elemento esencial en el proceso de venta de ejemplares.
Es relativamente moderna la idea de que los libros tengan "diseño", más allá de la tipografía o, en algunos casos, las ilustraciones interiores. La "imagen" del libro-objeto era impensable hace un siglo. Las bibliotecas con solera están llenas de encuadernaciones uniformadas cuyo mayor lujo de elaboración son títulos en dorado y lomos con nervio; a veces, alguna guirnalda o marco de acantos. Se trataba más de una cuestión de calidad de la encuadernación que de otra cosa. Los libros no se diferenciaban en su apariencia porque se les buscaba y clasificaba solamente por el contenido, y dado que la masa lectora no existía, quienes se movían entre ellos, especialistas minoritarios, no recurrían al atractivo visual para seleccionarlos. Si viajamos en el tiempo, cuanto más atrás, más preponderancia del texto en el libro-objeto y menos relevancia de su apariencia exterior; no hacía falta la portada.
Actualmente, la venta de libros implica la necesidad de llamar la atención del comprador; la diferenciación en el espacio reducido de la estantería o la mesa de novedades se hace imprescindible. Los libros compiten por llegar a las manos del lector en medio de un ruido sinestésico de colores, tamaños, imágenes de cubierta, tipografía de títulos e incluso disposiciones en el conjunto de exposición.
Así, que la portada sea vital es una prueba de cómo los libros han evolucionado de texto a producto; paralelamente los escritores han derivado en celebridades, las librerías en tiendas y las bibliotecas en parques temáticos dotados de todo tipo de actividades culturales complementarias.
Se han perdido, seguro, cosas en el camino (sinceridad, quizás), pero, hay que decirlo, se han ganado lectores y lecturas.
Los nostálgicos seguimos visitando librerías de viejo de cromática monótona para sorprendernos al abrir el libro y no antes.
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Para ampliar y sacar conclusiones propias, un vídeo interesante con el que me he tropezado:

miércoles, 1 de junio de 2011

El ladrón de bicicletas

Siempre he pensado que El ladrón de bicicletas, es un obra maestra.
De Sica consigue sacar la rabia de lo más profundo de mí con esa escena final.
Ni Lukacs con Historia y conciencia de clase me hizo llegar a conclusiones tan drásticas como ese minuto de película.Aunque el tema, cierto es, trasciende la simple (nunca tan simple) lectura social y entra de lleno en la ética.
Y aquí es donde quiero llegar: tuve ayer la oportunidad de volver a ver esta obra maestra del cine y me di cuenta de que le sobra algo. Sí. Le sobra la voz en off moralista, el narrador que cierra la visión del espectador con una moraleja universalista condicionada y condicionante. La película dice mucho más de lo que ese segundo plano quiere interpretar como los sacerdotes de todas las religiones interpretan sus textos sagrados, como los que van de listos interpretan lo que pasa ("Eso es como todo...") y prevén la linealidad del porvenir anticipando conclusiones.
Ese pobre hombre (nunca mejor dicho, en todos los aspectos pobre: de dinero, de ánimo, tonto por bueno, bueno hasta no poder ser malo, destinado a no poder hacer ni siquiera justicia poética), en el que veo a mi padre (recuerdo parecido el rostro, el gesto y las manos de mi padre cuando yo era niño; incluso lo constato en algunas fotos viejas) y me veo a mí (mis manos, mi cara, llevando de la mano a mi hija en medio de un mundo en blanco y negro lleno de gente que solo pasa, como figurantes sin diálogo), representa a todos los que no sabemos engañar, no tenemos fuerzas para devolver la bofetada, no llegamos a comprender la venganza pero sabemos muy bien lo que es la desgracia porque se nos ha transmitido genéticamente, como el hambre honrado de nuestros antepasados se escribe en nuestra manera de comer o nuestra mueca constante de sorpresa revela la ignorancia de quienes nos configuran.
¿Orgullo imposible? No. Yo siento algo parecido al orgullo cuando el ladrón de bicicletas comprueba que no puede robar una bicicleta. Mezclado con rabia, pero orgullo.