viernes, 18 de marzo de 2011

Avanza


Caminaba por la calle, con un absurdo monólogo interior desordenadamente orbitando en su cerebro alrededor del pensamiento obsesivo que le comía las entrañas desde días atrás: No puedo más.
El aire resultaba especialmente denso y difícil de tragar; se quedaba como coagulado a la altura de la garganta a cada jadeo incompleto. Quizá se trataba del fluido asfixiante de la muerte.
La astenia primaveral puede ser el tiro de gracia para los que cierran los ojos del todo cuando les da el sol, para los que no tienen opción de sentir la lluvia de marzo, copiosa, arrasadora, porque nacieron con un paraguas de sombra que les hace ajenos a la presencia de todo lo que no esté a la altura de los tobillos, incluidas las miradas y los gestos de los demás.
Pensar es un veneno para los que no saben más que concluir tristezas en cualquier silogismo.
Rendirse suele llevar a morir, y hacía tiempo que tenía firmada en el cajón de la mesilla de noche la claudicación incondicional, para cuando se la pidieran. Si es que hay alguien que pida algo tras la batalla perdida de vivir.
Por eso, allí, entonces, se murió, como una bombilla que se funde; al mismo tiempo que una estrella sin catalogar se apagaba en medio de una nebulosa de millones de estrellas a miles de años luz.
Macrocosmos y microcosmos.
Y no deja de ser pretencioso comparar una persona con una estrella.

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