viernes, 27 de agosto de 2010

La flauta

Joaquín Orellana, barrenero, tenía el pulso firme y la mirada triste por algo más que por las muchas pegas que había hecho explotar en su vida. Al contrario que todos sus compañeros, no tenía un rasguño en toda su anatomía visible. Pero no alardeaba de ello; era serio y reservado, cumplía su deber con impasibilidad de estatua y minuciosidad de dentista. Al final del trabajo, delante de todo el mundo, se desnudaba de pies a cabeza, se lavaba bien lavado con agua fría, en una palangana desconchada, se mudaba de ropa y se ponía a tocar la flauta, hasta que el sueño le vencía. No molestaba a nadie; pero se iba con su música a un descampado a las afueras del pueblo. Todos los crepúsculos aumentaban su melancolía con las notas líricas de la flauta, que ponían paz y tristeza en el campo atardecido. Se podría decir que su flauta lloraba o, al menos, que se lamentaba. Eran tonadas suaves que se diluían en las primeras sombras de la noche, sin apenas hacer ruido; a veces se sostenían hasta donde la capacidad pulmonar de Joaquín aguantaba, que era mucho; a veces, bailaban a un ritmo vivaz, que tampoco se desbocaba demasiado, volviendo pronto al cauce de la monotonía de las penas contenidas. Se sabía que había estado casado con una mujer muy bella que había muerto del parto de su primer hijo, que también había muerto a los pocos años. Dos anillos en el dedo anular de su mano izquierda eran el único testimonio de su tragedia pasada. Todos pensábamos que la desesperación de su flauta vendría de aquella historia, de su larga soledad y de sus memorias lacerantes. Nadie oyó nunca una protesta, como si le dejara a la flauta que expresara sus sentimientos. Algunas parejas furtivas, que hacían el amor en las eras de los alrededores, agradecían aquella música que ponía un contrapunto a sus exaltaciones y completaba su experiencia de la felicidad. Hasta que un día, un barreno incontrolado, impensable en su oficio y en el temple de sus nervios, le arrancó de cuajo el brazo izquierdo y le sembró de esquirlas el tronco de gigante. El brazo salió disparado y se perdió lejos, entre rocas y escombros, envuelto en la humareda de la pega y en el polvo de la tierra revuelta por la explosión. El no se quejó y, cuando volvió en sí del ruido y de la pérdida de sangre, preguntó por su mano perdida, que sus compañeros fueron a buscar entre los escombros. Cuando la encontraron, sanguinolenta y destrozada, echaron de menos el dedo de los anillos. Él no se inmutó y, con el tiempo, se apañó tanto a preparar las pegas con su mano izquierda, como a tocar la flauta con una sola mano, y consiguió que su música fuera todavía más triste, más desolada, como si ahora se quejara también de la pérdida de los anillos.
Los túneles del paraíso
Luciano G. Egido

No hay comentarios:

Publicar un comentario