jueves, 26 de agosto de 2010

La muerte como cambio físico

El burdo rostro de Andrés, cortado a trochas y sin más gracia que sus vivos ojillos de hampón buscavidas, aquella noche, con el lento paso del tiempo, se había ido afilando, deshaciéndose y llenándose de una luz, como iluminado por dentro. Una amargura soterrada afloró a su cara contraída por el dolor y le quitó la vulgaridad obscena de su expresión habitual. Aquella tensión de hambrón insaciable, que deformaba sus rasgos en un continuo movimiento de avidez y de locura, había dejado paso a una serenidad casi aristocrática, que le infundía dignidad a su pequeñez de zascandil y a su máscara de perdulario insatisfecho, enrabietado por su destino de nada por delante ni por detrás, ni de ayer ni para mañana. La cabeza suelta se la habían sujetado con un par de piedras por cada lado y se había petrificado en un gesto de sosegada aquiescencia. Su nariz era inevitablemente grande, pero con la muerte se había suavizado su agresividad de roca. Como si le hubieran pasado un paño de misericordia por su innoble figura, se había vuelto guapo en su reposo y las sombras que bailoteaban a su alrededor, a merced de la llama del candil, alargaban sus piernas, como un milagro de última hora. La noche, la soledad y la muerte le sentaban bien al tontaina de Andresín, que por una vez en su vida se estaba quieto, obediente a su destino, en aquella mazmorra que le había estado esperando desde siempre, vivo o muerto, por su propio pie o con los pies por delante, que al final es lo que había ocurrido, como si estuviera previsto.
Si alguien lo hubiera observado en aquella tétrica madrugada, que no acababa de cuajar en la luz del alba ni ceder a los últimos destellos del día, hubiera descubierto que, contra toda probabilidad, era un hombre guapo. Lo que había pasado es que la vida lo había vuelto feo y ahora, con cuatro puñaladas en el cuerpo y la cabeza separada del tronco, había recuperado la belleza perdida, a la que había estado esperando volver siempre y que por fin le había llegado su hora. Como si el estar solo como no lo había estado en muchos años, le hubiera devuelto la guapeza que hasta entonces le había faltado en demasía. Ya no tenía que hablar, no tenía que mentir ni que expresarse de ninguna manera, hacer gestos, moverse, huir, echar la vista atrás para huir de su sombra. No tenía que hacer nada para ser él. Desnudo, sincero por primera vez en su vida, devuelto a su ser natural, el que nunca había sido ni sospechado que podía ser, Andrés yacía en aquel depósito municipal como una cosa, que movía a la conmiseración y al duelo.
La muerte había ido afinando sus rasgos en una fina labor que había durado muchas horas. Sus músculos faciales se habían aflojado, innecesarios ya para mantener su altanería y su rabia de desheredado, sin salida. Sus ojos ya no tenían aquella curiosidad que los abrasaba y su entrecejo había vuelto a la limpieza infantil del paraíso que lo había acogido al llegar al mundo. Su frente había perdido su hosquedad de maleza enmarañada para dejar ver un espacio abierto, que delataba una tranquilidad de estatua y una luminosidad de alba eterna. Su largo pelo, manchado de sangre, brillaba a la luz del candil como una aureola de santo que purificaba el perfecto óvalo de su rostro y le confería la gracia de una imaginería celestial de visita en la Tierra para ejemplo de descarriados y pecadores. Sus manos yacían a su vera, abandonadas a la quietud de su descanso, sin acritud ni violencia, inertes en su inocencia inválida de objetos sin utilidad, de precaria anatomía de cadáver. Era bello como un ángel, que nadie hubiera sospechado en vida.
Pero nadie pudo ver la transformación ni testificar el milagro. Porque la noche, salvo los niños de la primera hora, transcurrió sobre su cadáver en la más absoluta soledad. Ni curiosos ni amigos, ni siquiera los asesinos que dieron cuenta cabal de él, se asomaron a comprobar su buena mano, despenándolo cuando más lo necesitaba, al final de su resuello, cuando ni ganas de vivir tenía. Como un pozo sin memoria.
Los túneles de paraíso
Luciano G. Egido

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